El abrigo de mamá: una lección de vida

Muchas veces como padres no sabemos hasta qué grado estamos enseñando correctamente a nuestros hijos. Mi madre hablaba de muchos conceptos que yo a veces entendía, otras no. Sin embargo, fue su ejemplo el que ha permanecido en mi memoria.

Myrna del Carmen Flores

Cuando yo era adolescente, a mí me parecía que mi madre tenía todas las palabras del mundo albergadas en la garganta, y que bastaba cualquier pequeño incidente para que comenzaran a salir de ella en desbandada. La mayoría de las veces, como buena adolescente, no solía escucharla: en cuanto ella empezaba a hablar, mi mente viajaba a cualquier lugar que me alejara de sus reprimendas.

Sin embargo, un día no fueron sus palabras, sino sus actos los que me mostraron el gran ser humano que era. Desde muy pequeña me acostumbré a la ayuda que ella proporcionaba a las personas humildes con las que de alguna manera tenía contacto. Era algo tan cotidiano en ella, que esas acciones se convirtieron ante mis ojos en algo completamente normal. No me parecían acciones extraordinarias. Parecían tan simples y comunes que no les prestaba mucha atención.

Un abrigo sin igual

Aquel día fue distinto a los demás. Mi madre estaba feliz estrenando un abrigo que había comprado con sus ahorros. Y que, según sus propias palabras, valía cada centavo que se hubiera gastado en él. No recuerdo exactamente el color o la forma de este. Sólo quedó grabada en mi mente, la alegría que reflejaba mi madre al usarlo por primera vez. Caminaba orgullosa por la calle. Feliz de usar una prenda que la protegía del frío, a la vez que le otorgaba elegancia.

Caminábamos juntas después de una visita eterna a familiares aburridos, de grandes charlas y poca diversión para los jóvenes. Yo caminaba poniendo poca atención a mí alrededor. Los lugares eran los mismos; al igual que las personas que pasaban. Las calles no estaban muy oscuras, gracias a la luz de los faroles; sin embargo, era poco el interés que yo tenía en ese camino.

El frío se incrementó al llegar el anochecer. Yo, de la misma manera, vestía ropa lo suficiente abrigadora para no sentirme mal por el aire fresco en mi rostro. En el camino nos encontramos amigos de mis padres que la felicitaban por la linda prenda que portaba orgullosamente.

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Cómo reaccionar ante el sufrimiento de nuestros semejantes.

Seguimos caminando y cuando estábamos a unas cuadras de casa, mi madre saludó a una mujer humilde de rostro amable y sonriente. Su amabilidad y su sonrisa se me antojaron incoherentes al temblor de su cuerpo causado por el frío. Mi indolencia terminó ante la duda que había surgido en mí, al ver a esa mujer temblando, cubierta por tan sólo un suéter raído.

—¿Y los suéteres que le regalé? ¿Por qué no los usa? —Le dijo mi madre—: están bastante gruesos y la protegerían del frío fácilmente.

—¡Ay “señorita”!— le contestó llamándola de la manera en que solían nombrar a las maestras en aquel tiempo. Uno se lo puse a mi niña y con los otros tapé al bebé. Es que está malito—Le contestó la mujer un tanto avergonzada.

La señora siguió hablando de sus hijos, de sus enfermedades, y de todas las cosas que venían a su mente. Mientras ella hablaba, mi madre comenzó a desabrochar su abrigo. Y luego rápidamente se lo quitó y lo colocó en los hombros de la mujer quien, sorprendida, intentó quitarlo de su cuerpo.

—¡No! ¿Cómo cree? No se lo dije por eso, yo…—Comentó la mujer.

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—Lo sé. No se preocupe. Yo tengo otro.

Mamá ayudó a la mujer a ponérselo; lo abrochó lentamente, como en un ritual de despedida ante algo de lo que le dolía desprenderse. No pude ver el rostro de la mujer. Porque mi mirada se quedó clavada en el rostro de mi madre. Su boca temblaba un poco ante el frío que el suéter no alcanzaba a cubrir.

El resto del camino lo hicimos en silencio. Ninguna de las dos quisimos interrumpir los pensamientos de la otra. Yo me preguntaba si alguna vez sería capaz de hacer algo similar a lo que ella había hecho esa noche. No lo sé. Tal vez algún día.

—¿Qué vas a hacer ahora que ya no tienes tu abrigo nuevo?— Le pregunté al entrar a casa.

—Nada. Seguir usando los que tengo.

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—Pero, uno está muy viejo y el otro está roto.

—Pues, se remienda y luego que junte más dinero, me compraré otro—. Se encogió de hombros, mientras caminaba hacia la cocina a preparar el chocolate que tanto nos gustaba.

A veces las grandes lecciones de la vida son inesperadas y duran segundos.

Ese día los discursos se le quedaron escondidos en la garganta. Pero no los necesité para entender la definición de generosidad que tantas veces intentó inculcarme. No fueron sus palabras las que me la enseñaron, sino sus acciones. Mamá tenía defectos y virtudes como todos los seres humanos. Pero una de sus virtudes quedó inculcada muy dentro de mis recuerdos.

Desde ese día intenté escucharla un poco más. Algunas veces lo logré; otras simplemente oía palabras sin sentido para mí. Pero de alguna manera ese día me acerqué un poco más a su alma. Cada día intento ser aunque sea un poco de lo generosa que ella fue. Pero ante todo, me hace feliz saber que ahora mis hijos sí han logrado serlo, de distintas formas.

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Myrna del Carmen Flores

Myrna del Carmen Flores es maestra de inglés y madre de dos jóvenes. Puedes contactarla en