Hablar con cariño a las plantas les ayuda a crecer, imagina lo que puede hacer con las personas
A veces, una simple palabra puede dar al otro la fortaleza y aliento que necesita.
Fernanda Gonzalez Casafús
Según algunos expertos, hablarle a las plantas las ayuda a crecer más y mejor. Muchas personas creen fervientemente en esto y lo ponen en práctica cantándoles o diciéndoles palabras bonitas a sus plantas. Entonces la planta crece vigorosa y bella -créase o no- por el supuesto efecto de esas palabras positivas y buenas vibras.
Fue el psicólogo y profesor de física alemán, Gustav Fechner, quien en 1848 argumentó que las plantas tienen alma y que se beneficiaban de nuestro afecto, compañía y nuestras palabras. Los detractores de ese pensamiento lo impugnaron diciendo que en realidad, el crecimiento de las plantas no se debe a nuestras palabras bonitas, sino al dióxido de carbono que emanamos al hablar.
Sin embargo, es un hecho que cuando en un hogar hay buena energía y sus miembros son felices, hasta en las plantas se nota. No sé si las plantas tienen alma o no, pero sí sé que son seres vivos, y como tal, son pura energía en pleno movimiento. Por lo tanto, cuando en un lugar se emana energía positiva, alegría , amor y paz, ello impacta de lleno en los seres vivos que habitan en él (y eso incluye a las plantas)
El poder de las palabras
El médico e investigador japonés Masaru Emoto sugirió en su libro “Los mensajes del agua” que nuestros pensamientos y palabras impactan de lleno en las moléculas de agua y la transforman.
En el año 1994 Emoto tomó unas muestras de agua pura, en Japón, congeló algunas gotas, las examinó bajo un microscopio electrónico y las fotografió. Las moléculas de este agua estaban en perfecta armonía creando un hexágono.
Luego, tomó agua de un lago contaminado, e hizo el mismo procedimiento. Al fotografiar las moléculas, encontró que las mismas presentaban una forma desestructurada, comprobando así que el agua es sensible al entorno en el que se halla. Pero eso no es todo.
Luego, el científico volvió a tomar muestras de agua limpia y las dividió en dos. A una la expuso a la palabra “ángel” y a la otra, a la palabra “demonio”. La primera dio como resultado una estructura armoniosa y bella a la vista, mientras que en la segunda, la forma que tomó fue irregular y sin formaciones cristalinas.
Emoto llegó a la conclusión que las palabras tienen un inmenso poder en el agua y pueden cambiar su estructura molecular, presentando formas armoniosas cuando las palabras son bellas, y formas desordenadas y caóticas cuando las palabras son ruines.
Aplicando el experimento
Si hablarle con amor a las plantas y al agua puede generar cambios positivos en ambas, imagínate lo que podemos hacer con las personas. Nuestras palabras no se las lleva el viento, quedan marcadas a fuego en el corazón de quien las escucha. Por ello, escoge bien lo que vas a decir.
Hace unas décadas atrás los padres acostumbraban a “dar la bendición” a sus hijos. Este noble y simple acto de poner a los hijos en manos de Dios tiene un peso enorme no solo en la conciencia de los niños sino en el propio vínculo. Se trata de amarrar con las palabras los buenos deseos que tenemos los padres para con nuestros hijos, y asegurar esa protección divina.
Cuando a un niño se le dice palabras de amor, de cariño y de afecto, estas rápidamente se arraigan en su ser y lo acompañan. Si los padres supiéramos el peso que tienen nuestras palabras, cuidaríamos más a menudo aquellas cosas que decimos a nuestros hijos.
Si vas a criticar, que sea para construir
A veces no somos conscientes de enorme poder que tienen las palabras que decimos a los demás y a nosotros mismos. Nuestro discurso nos ayuda a conectar con los demás, y según las palabras que escojamos y la forma en la que nos dirijamos al otro, dependerá el éxito de nuestra comunicación.
La palabra crea y designa todo lo que nos rodea. Es por ello que es sumamente necesario pensar antes de hablar, pues cuando decimos algo hiriente será muy difícil volver atrás aunque pidamos perdón.
Las palabras tienen el poder de crear y construir, pero también de destruir todo a su paso. Y esa capacidad de construir o destruir es también aplicable a nosotros mismos. Si nos decimos que somos un desastre, que todo lo hacemos mal y que tenemos “mala suerte” (así lo digamos “en broma”), estaremos decretando aquello con nuestras palabras.
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Y lo mismo sucede cuando tienes hijos. Cuando te diriges a ellos con ciertas frases o palabras que usas a menudo, no solo estás etiquetando a tu hijo sino que estás determinando su vida y su accionar.
Alguien de mi familia solía decirme cuando yo era niña, que yo era “atolondrada” para referirse a que era algo distraída y poco armoniosa en mis movimientos. Crecí con esa etiqueta que me avergonzaba y me hacía sentir rara. Yo no quería ser “atolondrada”, pero convivía con ello.
Hoy, con mis hijos, intento que mis palabras siempre sean edificantes y constructivas, porque la huella de aquello que se escucha, no se borra jamás.
Un ejercicio diario
Elegir hablar bonito es eso, una elección; y debería ser un hábito. Muchas veces tenemos arraigados ciertas frases que traemos de nuestra infancia o de nuestra cultura e idiosincrasia. Pero nunca es tarde para cambiar aquello que duele.
Así, en vez de decirte “no soy bueno”, “no sirvo”, “jamás lo lograré”, comienza a decirte “sí, lo puedo hacer”, “lograré lo que me proponga”, “soy un ser bendecido”. Aunque te suene raro o algo tonto, ponlo en práctica todos los días y después me cuentas; yo lo he probado y la satisfacción es enorme. El poder de las palabras puede cambiar la vida misma.
Comienza hoy mismo a cambiar el “chip” de tu vocabulario. Piensa antes de hablar. Ponte como meta decir cosas bonitas, y si tienes que decir algo malo elige aquellas palabras que no lastimen sino que ayuden al otro (o a ti mismo) a mejorar.
Todos podemos aportar un granito de arena en este mundo caótico, y podemos comenzar hoy. ¡Adelante!