La diferencia entre el Día de la mujer y ser mujer todos los días
Probablemente hoy saldrás a comer con tus amigas o recibirás muchas felicitaciones masculinas. ¿Cambia todo ello lo que tú, como mujer, vives todos los días?
Mariana Robles
¿Ha pasado por tu mente la idea de que ser mujer es más difícil que ser hombre? Y claro, no se trata de hacer aquí una imaginaria competencia de tribulaciones de género pero, lo cierto es que vivimos un mundo fuertemente marcado por una cultura masculina, donde muchas mujeres seguimos padeciendo día a día los efectos de haber sido consideradas “el sexo débil” y, por cierto, de habérnoslo creído.
No se trata ahora de declarar la guerra a los hombres por ser hombres (que, por cierto, muchas veces se piensa erróneamente que eso es el feminismo), sino de arribar juntos a la comprensión de que muchas cosas que hacemos cotidianamente llevan el sello de una cultura dominante que no pone a las mujeres en una situación muy respetuosa.
Las formas más invisibles de la violencia de género
Por ejemplo, seguramente te has sentido acosada alguna vez en el transporte público o has temido caminar sola por alguna calle donde hay varios hombres reunidos, no porque crees puedes ser asaltada, sino solo por el hecho de ser mujer. Es probable también que en tu trabajo se pague más a tus compañeros varones por desempeñarse en las mismas actividades que realizas tú o, incluso, que te hayan despedido cuando supieron que estabas embarazada.
Sea que tengas cuerpo y rostro de top model, o que tu físico no se apegue tanto a los estándares de belleza dominantes, estoy segura que alguna vez te has sentido incómoda y ofendida por las miradas sobre tu cuerpo, por los comentarios y expresiones corporales de algunos hombres, que parecen sentir derechos sobre ti.
Claro, no todos los hombres son así. Sin embargo, con frecuencia, los varones que nos respetan y acompañan nuestra vida, dudan un poco o no entienden bien todo esto cuando se los contamos. Y es normal que encuentren difícil comprenderlo. Esto obedece básicamente a dos razones: la primera es la más obvia, y se debe a que ellos no tienen la experiencia de ser mujeres. La segunda es más compleja, y se relaciona con el hecho de que, con frecuencia, los hombres que acosan a las mujeres se auto limitan cuando esa mujer “está ya con otro hombre”. Es decir, la lógica del hombre que acosa a las mujeres es que se goza de cierto derecho de acercamiento y posesión, física y verbal, respecto de las mujeres que circulan “solas” por el espacio público, pues no están “ocupadas”. No así con quienes están acompañadas por algún hombre.
¿Te ha pasado, por ejemplo, que algún hombre se disculpe con tu pareja por haber coqueteado contigo, argumentando que no notó que tú estabas con él? O incluso los mejor intencionados, que “piden permiso” a tu pareja, no a ti, para bailar contigo en una fiesta familiar. Pues bien, se debe a eso: para muchos hombres, las mujeres solas son mujeres “sin dueño” y, por tanto, accesibles. Por ello con frecuencia nuestra pareja, amigos y hermanos no alcanzan a ver ni dimensionar el nivel de acoso a las mujeres que existe en la vida cotidiana.
A veces pensamos que la violencia contra las mujeres se reduce a golpear o forzar físicamente a una mujer. Sin embargo, todo lo que hemos descrito, y mucho más, es también violencia de género, aunque se presente en formas tan sutiles y cotidianas, que ya ni siquiera las notamos, pues nos hemos habituado a ellas.
Pese a su gravedad por invadir la vida cotidiana en casi todos los espacios, en esta cotidianidad radica también la potencia para enfrentar la violencia. Como pertenece a nuestra vida diaria, a las pequeñas formas en que todos los días somos quienes somos y nos relacionamos con el mundo, todos los días hay mucho que podemos hacer para enfrentarla.
Educar la para la libertad, no para la repetición de estereotipos
Con frecuencia, tendemos a asumir que hay una esencia en lo femenino y en lo masculino que justifica la forma que toman las relaciones entre hombres y mujeres. Muchas teorías y estudios sociológicos, psicológicos, filosóficos y de género afirman lo contrario: los hombres y las mujeres somos como somos más por las condiciones sociales en que vivimos, que por nuestros genes, anatomía y fisiología.
Y, si lo piensas bien, esto es francamente liberador: no hay nada en tus genes que te obligue, por ejemplo, a ser tierna, si eres mujer. Del mismo modo, no hay nada en los genes de tu esposo que haga necesario que él sea siempre “el fuerte de la película”. Entonces, si naturaleza no obliga, ¿qué nos impide ser de otra manera? O lo que es más: ¿qué nos impide reconocer que, en los hechos, no todas las mujeres son tiernas, ni todos los hombres fuertes?
Es, como casi todo, un asunto de educación. Somos educados para ser quiénes somos y para ver lo que vemos. Esta educación la recibimos y reforzamos desde muchos lugares: la familia, los medios de comunicación, la escuela, etc. La ventaja de todo esto es que, si lo deseamos de verdad, podemos hacer otra cosa. Empecemos por cuestionar los roles y estereotipos de género y abramos espacios para que nuestros hijos, tanto como nosotros mismos, probemos otras formas de ser mujeres y hombres.
Eduquemos entonces para que las generaciones futuras puedan vivir en condiciones de mayor equidad de género, pues la felicidad y la plenitud solo son cabales cuando podemos elegir, con libertad y responsabilidad, aquello que queremos ser.