Mi hijo no cree en Dios, ¿qué hago?
Aplica estos consejos para ayudar a tu hijo a alimentar su fe. No pierdas las esperanzas. Vas por el buen camino.
Marilú Ochoa Méndez
La crianza de los hijos es bella y ardua a la vez. A veces, también un poco confusa: todo el mundo nota, reconoce que tus hijos son eso: tuyos. Tú los has cuidado, protegido, alimentado y visto crecer, pero en realidad, no son nuestros. Son de ellos mismos, y de Dios.
Cuando vienen a nuestra vida, sucede como un préstamo. Dios nos los acerca para hacernos grande el corazón, y para darnos un sentido trascendente, para bendecirnos y para retarnos. Pero en algún momento despegarán su criterio del nuestro, los veremos tomar decisiones que no compartimos, o -como el tema de este texto- miraremos con inquietud que se alejan del camino.
Y no es que no sepamos que no siempre desearán estar a nuestro cobijo. Desde pequeños nos dan esos vistazos en los que “no quieren ser como mamá”, o cuando deja de gustarles hacer algo que antes compartíamos, somos testigos de cómo se van autodefiniendo. Pero es una cosa muy distinta autoafirmarse, que desandar un camino común, incluso rechazarlo. ¿Qué se hace si nuestros hijos renuncian por completo a nuestros valores?, ¿qué hacer si deciden, por ejemplo, ya no creer en Dios? Quédate por favor, para comentarte algunas ideas.
¡No quiero nada!
Dicen que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Estoy de acuerdo con la frase. Tú puedes deshacerte en palabras, en historias y en imágenes narradas, pretendiendo mostrarle al “ciego” en cuestión la belleza de un atardecer, la belleza de una mirada enamorada o la grandeza de una noche estrellada, pero si esa persona se empecina y se cierra, ¡no hay nada que hacer!
Pero tú sabes que los padres, en lo importante, no nos damos por vencidos, así que te invito a comprender y amar a tu hijo primero, y después a trabajar activamente para invitarlo serenamente a tomar la mano de Dios, que siempre nos espera.
Nos dicen mucho con sus acciones
El comportamiento de un hijo nunca significa solo el comportamiento. Me explico: siempre tiene razones de fondo, a veces profundas, a veces expuestas. Y aquí te aclaro algo que a muchos padres nos inquieta: siempre tiene qué ver contigo. Contigo, con tu crianza, con tu ejemplo de vida, con tus conflictos internos o externos, con su crianza.
Esto no significa que sus malos comportamientos “sean tu culpa”, a fin de cuentas, la libertad humana es un regalo de todos. Culpa no, pero sí tu responsabilidad. La culpa aplasta y duele, la responsabilidad activa y nos mueve.
Entrando al tema, te invito a preguntarte: ¿por qué ese hijo tuyo no desea ya creer en Dios?. Puede haber montones de respuestas, de cada una dependerá tu “lucha”, pero la primer situación a observar es: ¿qué tanto hablas con tu hijo?, ¿tienes diálogos abiertos en los que se conecten y compartan ideas valiosas o simples?, ¿tienen una relación basada en el respeto y confianza?. Te invitaría a empezar por ahí.
Saber hablar a nuestros hijos es un arte
¿Qué tanto los miramos?, para empezar. ¿Qué tanto estamos presentes para nuestros hijos?. Nuestros hijos no necesitan nuestra supervisión ni nuestras órdenes, nos necesitan a nosotros, completitos, presentes, atentos y amorosos. Tú y yo modelamos nuestra relación con ellos día con día.
¿Qué tanto dialogas?, ¿qué tanto das solo instrucciones?, ¿qué tan abierto estás a conocer sus razones, reflexiones, decisiones?, ¿qué tanto los alientas a buscar y acercarse a lo bueno, a lo bello, a lo verdadero?
Una poesía bellísima de Rogel Gutiérrez Díaz, que trata de un hijo de un padre ausente, le reclama con dureza y verdad: “Toda mi delincuencia era un grito de llamada al que jamás contestaste, que quizá nunca oíste”. Se utiliza esa palabra, delincuencia, pero lo que el autor refiere en el texto es que sus pequeñas (y grandes) travesuras eran siempre eso: un grito de llamada.
Piensa conmigo por favor, ¿qué te grita tu hijo con su comportamiento?
Siempre se puede conectar desde el amor
Si hay algo roto en tu relación con algún hijo (en general, con cualquier persona), ¡siempre puede resolverse! Siempre. Esto porque tú siempre puedes cambiar. Siempre puedes amar más, escuchar mejor, valorar sinceramente, pedir perdón, dar atención, contener, acercarte e insistir. El amor sana siempre, pero requiere un movimiento personal intenso y retador. Requiere que cambies tu corazón, que tengamos el valor y el arrojo de cambiar nosotros, antes de pretender “ganar” algo.
¿Qué tanto crees tú en Dios?
Nuestros hijos nos observan siempre, y miran en nuestros actos qué tanto promovemos y mantenemos nuestros valores y creencias. Iniciamos este texto planteándonos qué hacer si nuestros hijos han perdido la fe. Repasemos ahora, tú y yo, qué tanto y qué tan profundamente creemos en Dios.
Porque a veces, Dios es un refugio del mundo, y es fácil acudir a Él y su amor incondicional, y podemos olvidar Sus palabras, su ejemplo. Pues el amor se vive, se arranca del egoísmo, se vive valientemente en el insulto, en los ataques, en la incomprensión, en el dolor y en el desierto.
El amor cristiano nos invita al heroísmo:
Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio. Si lo hacen, el Dios altísimo les dará un gran premio, y serán sus hijos. Dios es bueno hasta con la gente mala y desagradecida. Ustedes deben ser compasivos con todas las personas, así como Dios, su Padre, es compasivo con todos.» Jesús también les dijo: «No se conviertan en jueces de los demás, y Dios no los juzgará a ustedes. No sean duros con los demás, y Dios no será duro con ustedes” (Lc 6, 27-49)
¡Tendrás tu merecido!
Si te soy sincera, espero que Dios no me dé mi merecido. Espero que Él tenga mucha compasión de mí, pero a veces, no me es fácil tener esa compasión con mis hijos, o con mi esposo. Mi corazón humano me hace querer que “reciban su merecido” los malvados, los que nos dañan u ofenden. ¡Pero no es lo que Dios quiere!
¿Qué tanto hacemos eso con nuestros hijos? A veces consideramos que está “justificado” tratarlos con rudeza o incluso con revanchismo porque son groseros, o porque nos desprecian, o porque se apartan del camino, pero es justamente en ese momento, cuando más nos necesitan, cuando más amor requieren, porque su comportamiento nos está gritando un vacío profundo.
Entonces, ¿qué tanto amor das?, ¿tu hijo, este hijo que te agobia y que sientes lejos de Dios, siente en verdad tu amor?
Si tú ya lo miras, háblale a Dios de él o ella
Amar, dar bien a cambio de mal, o simplemente sobreponernos a nuestras inclinaciones egoístas no es sencillo, pero con un ejercicio de conciencia, y reiniciar, se puede. Una herramienta poderosa para lograr esto, y para cambiar nuestro corazón, es la oración.
Hablar con Dios que nos ama tanto, cambiará definitivamente nuestro natural egoísmo, nuestro dolor, nuestras preocupaciones en obras de caridad y amor hacia los nuestros. El amor se ejercita, se muestra con actos y silencios, nunca haciendo alarde porque suena hueco y vacío.
Ese amor “del bueno” surge de un alma que se deja inundar por el buen Jesús que solamente espera que acudamos a Él para vaciar Su grandeza en nuestros pequeños vasos de barro.
Pero, ¿cómo orar?
Orar, es hablar de amor con Aquél que nos ama. Así de fácil. Reúnete con Dios en una iglesia, o en el silencio de tu habitación, hazlo constantemente y ábrele tu corazón. Lee Su palabra en la Biblia o busca oraciones de intercesión por los hijos.
También puedes solamente derrumbarte junto a Él, y pedirle que te sane, te cambie, te ayude a amarlo. Es tu corazón y el mío, como padres, el que debe cambiar antes de preocuparnos por el de nuestros amados hijos.
Cuéntale a Dios lo que te preocupa, y encomiéndale especialmente a esos hijos que te agobian, pero con la certeza (una maravillosa certeza) de que Él los ama más y mejor que tú. Después de hacer costumbre esa oración, y ser conscientes del gran cambio que debe haber en nuestros corazones, tú dedícate a amar insistente, suave y dulcemente a los tuyos, y espera.
Dios responderá, no tengas duda.