No hay amor más fuerte que el que te dan tus hijos cuando son pequeños
Nadie en la vida podrá igualar sus demostraciones de cariño. Debes aprovecharlas, pues el tiempo no vuelve.
Fernanda Gonzalez Casafús
“Mamá, mamá”. Las conté. En una sola mañana escuché esa palabra más de 68 veces. Mis hijos me llamaban para todo. Para mostrarme los dibujos, para que les alcance la caja de ladrillitos, o para que vean su show musical.
Porque se estaban peleando y se acusaban. Porque el gato se había subido a la mesa. O porque había comenzado a llover. “Mamá, mamá”, para contarme lo que su hermano le dijo, o para contarme lo que la hermana había hecho.
Mientras tanto, yo intentaba concentrarme, pues estaba trabajando en algo importante. Les había explicado que yo estaba ocupada, y que necesitaba que ellos vinieran a pedirme ayuda sólo en casos concretos.
Pero no, parecía que el enredo en el cabello de la muñeca Anna era asunto serio. Y que el hombre araña, al que le faltaba una pierna, y habían encontrado debajo de la cama, tampoco podía aguardar más.
Entonces me enojé
Me convertí rápidamente en un ogro y les dije que si no dejaban de venir cada cinco minutos a mi lado, alquilaría una oficina, me iría a trabajar, y contrataría una niñera. Debo haber sonado algo drástica, porque se hizo un silencio abismal por los siguientes diez minutos.
Al minuto once ya estaban nuevamente a mi lado, pues les urgía preguntarme a qué hora íbamos a almorzar. Entonces, apagué todo, respiré, y lentamente la cordura (y la empatía) se apoderó de mí.
Ellos me estaban diciendo que me aman
Me buscan a cada momento. Vienen a mi lado a abrazarme. Corren a mis brazos para sentarse sobre mi falda, y buscan todo el tiempo hacerme saber que soy su mundo.
De una manera u otra, están diciendo “Mamá, te amo”, pues aún son pequeñitos, y su mamá es la persona a quien más aman en el mundo (y a su papá, claro). No hay amor más grande que el que tiene un niño por su mamá.
Hay muchas señales genuinas de que nuestros hijos nos aman. El hecho de llamarnos incansablemente, y pretender tener nuestra atención, es una de ellas. Pero también, cuando nos dan esos besos llenos de aroma a caramelo o nos dan el abrazo más bonito del mundo.
Y ese amor se transforma con el tiempo
Durante mi embarazo y primeros meses de crianza de mi hija, me empapé de libros sobre teorías del apego,de la crianza respetuosa, y de la formas de fomentar el vínculo con los hijos.
Ciertamente, ninguna teoría se iguala al amor inconmensurable que siente una madre en su corazón, cuando un pequeño de cuatro años acaricia el rostro de su madre y le dice “te amo”.
Sé que el amor que mis hijos sienten hoy por mí se transformará con el tiempo, y tal vez ya no requieran mis besos o mis caricias sanadoras cada día. El amor de un hijo cuando es pequeño es incondicional, y jamás merma, sino que evoluciona, madura y se transforma.
Nada volverá
Los escucho jugar mientras escribo ésto. Luego de hacer una pausa para preparar gelatina, mis hijos vuelven al ruedo, a su mar de juguetes desparramados. Sus vocecitas tiernas resuenan en mi cabeza y me llenan de orgullo. Juegan tranquilos, respetuosos, y en sintonía con la calma llovizna que cae afuera.
Entonces, los miro y les sonrío. Y les prometo que al terminar, iré a jugar con ellos. Pues ya nada volverá. El tiempo no es tirano; somos nosotros tiranos cuando no lo aprovechamos.
Mis hijos quieren jugar conmigo. Sonríen cuando me siento en “canasta” a jugar a su lado. Suben encima mío, me abrazan por detrás, me dicen “qué linda eres mami”, y me hacen olvidar del mundo.
No vislumbro demasiado esto cuando ambos tengan 20 y 22 años. Apenas si habrá algún beso volador, que tendré que atajar en el momento. Sí, habrá abrazos, y hasta tenga la suerte de escuchar un “ma, te amo” en alguna fecha especial. Pero nada se compara al amor que explota en mi corazón cuando estas pequeñas personitas demuestran lo que sienten por mí.
Encontrar el equilibrio
A veces, cuando hago catarsis con mis amigas que también son madres, me escucho a mí misma quejar acerca de lo cansada que me siento. Y lo cierto es que la vorágine del día a día no nos permite ver que todo pasa delante de nuestros ojos de forma vertiginosa.
Nos sentimos cansadas, frustradas y de mal humor por el estrés cotidiano. Y aunque muchas veces las abuelas nos dicen “disfrútalo, que pasa rápido” sabemos que tal vez hay algo que nos estamos perdiendo.
Encontrar el equilibrio es la mejor forma de valorar cada momento vivido, al tiempo de saber reconocer y aceptar nuestras dudas, nuestras falencias y nuestro cansancio natural de ser mamás.
Habrá una última vez
Nuca sabrás cuándo será la última noche que te busque para dormir. Ni cuándo tomarás su mano por última vez al cruzar la calle. Tampoco tendrás la certeza de cuándo será la última vez que se pase a tu cama o el último día que cambies su pañal.
Por ello, mientras pasa todo esto, y hasta que llegue esa última vez, disfruta del amor de tus hijos. Su pequeño corazón alimenta tu espíritu de mamá, y te da la fortaleza necesaria para salir siempre adelante, aunque estés cansada por el trajín cotidiano.
Siempre habrá un “te amo”
Los hijos encuentran siempre la forma de hacernos saber cuánto nos aman. Tal vez cuando crezcan ya no haya más manitas regordetas abrazando tu ser, o lágrimas que necesiten ser secadas por tu pañuelo.
Pero sí habrá un “te amo” sentido con todo el corazón, expresado en un sinfín de actos de amor que sólo un hijo puede brindar. Aprovecha cada momento al máximo. Disfruta del amor de tus hijos, pues ellos tan sólo te devuelven todo ese amor eterno que tú sientes por ellos.