Una historia real, que no quiero que repitas
Quizá es necesario aprender a mostrar el amor en vida, antes que sea demasiado tarde.
Marta Martínez Aguirre
Con frecuencia comparto contigo historias que, me gusta pensar, buscas imitar en tu vida. Historias de amor, de esperanza, de bondad. Hoy no es así. Hoy te comparto una historia de dolor. Te pido que la leas y hagas todo cuanto esté a tu alcance para que, por ningún motivo, repitas esta historia.
La muerte nos hace evaluar lo que perdemos
Cuando Flavio supo que su esposa iba a morir, comprendió la importancia de las pequeñas cosas que ella solía reclamarle: un simple ramo de flores, almorzar los domingos juntos, pasear por la rambla, colgar la ropa del trabajo y reparar la llave del jardín.
Tampoco reparó que los domingos soleados significaban tanto para ella, observar las gaviotas en el muelle, comer tallarines con tuco y cada tanto dejarse seducir por una siesta empachados de amor y deseo. Nunca creyó que sus diálogos sobre los pobres, los necesitados y oprimidos por la miseria mezclados con otros temas políticos, iban a marcar su ausencia. No tuvo en cuenta en diecisiete años de matrimonio, que ella no aceptaría nunca ser ignorada y menos reemplazada por otra amante de turno que hablara de cosas pueriles, como el nuevo color de uñas o el noviazgo del galán de moda. El dolor de la culpa era terrible, lo acuchillaba muy dentro de las vísceras y escarbaba sus pecados más sórdidos, provocando una angustia desgarradora.
El amor es la sazón de la existencia
En todos estos años, Flavio nunca llegó a darse cuenta que el amor que Selva procuraba darle, estaba vinculado con esos breves instantes de ilusión y utopía. A menudo, venía en ráfagas de suspiros mientras dormitaba a su lado y él se quedaba mirando otra película, como si ella no supiera que los había consumido el olor a otra piel y otras sábanas.
En la sombra de su miedo más arcaico, ella le pedía tan solo que la protegiera en las noches de tormenta, pero a él lo arrebataba una pasión enfermiza por recorrer otras mujeres y llamarla para decirle que se acostara y que fuera más madura. Ella no insistía más y optaba por tomarse dos o tres pastillas de diferentes colores que, según el Dr. Ramírez, servían para curar la depresión y las reventadas tristezas que traían el lastre y los recuerdos de su tío abusando de ella, en el piso del rancho de paja cuando era una niña.
Cuando el médico salió a anunciarle la partida, Flavio, más ojeroso y más culpable, pidió verla antes de que viniera la empresa fúnebre. Selva ahora corría libre, seguramente en alguna otra dimensión que a él nunca le había interesado conocer, ya sin escuchar sus gritos cada vez que ella insistía en compartirle algunas palabras de lo que había meditado en sus devocionales.
La miró con insistencia y le pareció más bella que nunca, quizás era cierto y había un cielo y un Dios aguardándola. Tal vez ahora, esas arrugas tímidas en la frente iban a desaparecer y no tendría que ponerse crema para parecerle a él más atractiva. Quién sabe si ese mismo Dios, le concedería venir a taparlo por las noches cuando le viniera la gripe, ya que era lo que Selva siempre hacía, y sin importarle enfriarse, corría a la cocina a poner el agua para la bolsa caliente.
Esperar en el camino equivocado, hasta el punto de no retorno
Flavio le quitó la alianza del dedo y notó lo delgada que estaba, como si recién ahora se diera cuenta que el cáncer se la había llevado de a poco. La miró largamente y acarició su rostro como nunca antes lo había hecho, fue entonces cuando se lanzó a llorar abrazado al efecto ilusorio de no dejarla ir. En otro tiempo, él que se había sentido un triunfador del engaño al verla majestuosa y fiel hasta la médula, sintió un deseo de aniquilarse allí mismo.
Selva parecía una ninfa o una dulce mujer, que irremediablemente lo había amado al zurcirle las medias, planchado las camisas, aprontado el portafolio y lustrado cada mañana los zapatos, sin decir otras tantas cosas que ella hacía con pasión y devoción por ese hombre que no la valoraba.
Pronto amaneció y el guardia de seguridad tuvo que sacarlo de arrastro. “Cuánto la amaba”, dijo la enfermera en el oído a una compañera. “Cuánto la lastimé”, dijo él. Y se lanzó a correr por los pasillos del sanatorio, gritando como un loco su nombre, ¡Selva, Selva, Selva!
Mi celular sonó furiosamente, ¿quién podría llamar de madrugada? Solo un ser desesperado y atrapado por el dolor: Flavio.
No quiero darte consejos, porque también me he equivocado. Pero al menos recuerda estas escenas, y procura no repetir la historia.
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