Por favor, ¡que ya se acabe el mundo!
¿Quieres ser feliz? Aprende a no huir del dolor, pues es a través de este que descubrimos el verdadero significado del amor, la gratitud, el ser plenos.
Pilar Ochoa Mendez
Mientras mi bebé se duerme en mis brazos, prendido a mi pecho, viene a mi mente un deseo: en este momento podría acabarse el mundo, y estaría bien.
¡Es tan rica esta sensación! Sentir el sube y baja de su respiración, el calor de su cuerpo pequeño, ver su cara que adoro… Después, pienso que si eso hubiera ocurrido cuando lo pensé al tener en mis brazos a mi primer bebé, nunca habría conocido a este pequeño que hoy me enamora. Imagino que también mi madre sintió algo parecido y lo dejó pasar, ¡tuvo que hacerlo!, al igual que lo hicieron muchos otros a lo largo de la historia de la humanidad.
Hace algún tiempo, pasando por una etapa especialmente dura, mi esposo me preguntó: “¿Eres feliz conmigo?”. Sabía que se refería a los problemas y dificultades que enfrentábamos; a las noches sin dormir, a las preocupaciones por los niños, por la familia, por todo. Se sorprendió ante mi énfasis en la respuesta, “¡Por supuesto que sí! ¿Cómo puedes decirlo, estando así las cosas?”.
Ser feliz es más que estar siempre contenta
Afortunadamente, ya pasé la adolescencia, y he aprendido que la felicidad es mucho más que el estado extático de enamoramiento; es la suma de pequeños momentos de alegría, agradecimiento y amor. Puedo ser feliz a pesar de tener más problemas que los dedos de ambas manos, a pesar de estar desvelada o pasando por una gripa.
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Ser feliz no es gratis
Mi mamá vivió momentos como los que contaba al principio de este artículo, y pasaron, por fortuna para ella y para nosotros. Después crecimos, comenzaron los pleitos entre hermanos, las tareas escolares, la eterna disputa por recoger los juguetes y, no muy poco tiempo después, la temida adolescencia. Sé que la mía le trajo a mi madre muchos más dolores de cabeza de los que querría admitir y que, seguramente aún hoy, tanto yo como mis hermanos somos una preocupación constante en su corazón. Pero sé también que es gracias a esos momentos de dolor que hoy puedo experimentar mis propios momentos de felicidad, de plenitud. ¡Gracias, mamá! Y a la mamá de mi mamá, y a su padre, y a todos aquellos que, de algún modo u otro, nos hacen ser quienes somos.
La felicidad tiene un precio: el dolor
No pretendo promover una especie de masoquismo, ¡al contrario! Si hoy puedo gozar con la lectura de una buena novela es porque hace muchos años sufrí un poco aprendiendo las letras; si hoy puedo correr, es porque de pequeña tropecé y caí una infinidad de ocasiones. Los momentos de dolor que la vida de por sí nos trae, viviéndolos con sentido no harán sino potenciar las pequeñas y grandes alegrías que han de venir.
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Para ser feliz, hay que quererlo
Viktor Frankl, psicólogo vienés, compara la felicidad a una mariposa que mientras más perseguimos, más huye de nosotros. Pero si volvemos la atención a otras cosas –las pequeñas cosas–, “ella viene y suavemente se posa en tu hombro”. “La felicidad –continúa Frankl– no es una posada en el camino, sino una forma de caminar por la vida”. Debemos entonces de hacernos responsables de nuestra propia existencia, de nuestra propia felicidad.
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¡Que no se acabe el mundo! Vendrán tiempos difíciles, y vendrán también tiempos felices, ¡que vengan!